En el que probablemente sea uno de los mejores discursos de la Historia, Elie Wiesel, nos mostró "los peligros de la indiferencia"
¿Qué es la indiferencia? Etimológicamente, la palabra significa «falta de diferencia». Un estado extraño y poco natural en el cual no se distingue entre la luz y la oscuridad, el amanecer y el atardecer, el crimen y el castigo, la crueldad y la compasión, el bien y el mal.
¿Cuáles son sus caminos y sus consecuencias ineludibles? ¿Se trata de una filosofía? ¿Puede concebirse una filosofía de la indiferencia? ¿Es posible considerar la indiferencia como una virtud? ¿Es necesario, en ocasiones, practicarla para mantener la cordura, vivir con normalidad, disfrutar de una buena comida y una copa de vino, mientras el mundo que nos rodea sufre unas experiencias desgarradoras?
Evidentemente, la indiferencia puede resultar tentadora. En ocasiones, incluso seductora. Resulta mucho más fácil apartar la mirada de las víctimas. Es mucho más fácil evitar estas abruptas interrupciones a nuestro trabajo, nuestros sueños y nuestras esperanzas. A fin de cuentas, es extraño y pesado implicarse en el dolor y la desesperación de los demás. Para una persona indiferente, sus vecinos carecen de importancia. Por tanto, sus vidas carecen de sentido para él. Su dolor oculto o incluso visible no le interesa. La indiferencia reduce al otro a una abstracción.
En cierto sentido, ser indiferente a ese sufrimiento es lo que deshumaniza al ser humano. A fin de cuentas, la indiferencia es más peligrosa que la ira o el odio. A veces, la ira puede ser creativa. Uno escribe un hermoso poema, una magnífica sinfonía. Uno crea algo especial por el bien de la humanidad, porque está enfadado con la injusticia de la que es testigo. Pero la indiferencia nunca es creativa. Incluso el odio, en ocasiones, puede suscitar una respuesta. Lo combates. Lo denuncias. Lo desarmas.
La indiferencia no suscita ninguna respuesta. La indiferencia no es una respuesta. La indiferencia no es un comienzo; es un final. Por tanto, la indiferencia es siempre amiga del enemigo, puesto que beneficia al agresor, nunca a su víctima, cuyo dolor se intensifica cuando la persona se siente olvidada. El prisionero político en su celda, los niños hambrientos, los refugiados sin hogar. No responder a su dolor ni aliviar su soledad ofreciéndoles una chispa de esperanza es exiliarlos de la memoria humana. Y al negar su humanidad, traicionamos la nuestra.
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