miércoles, 6 de junio de 2018

Bestias Bélicas

Una tarde lluviosa fue el momento ideal. La oscuridad sólo se desvanecía con fugaces relámpagos que rayaban el cielo y truenos redoblantes que orquestaban sin cesar. El joven pasó por el diminuto acceso y se dirigió hacia un destino pensado con anterioridad, sin ver con exactitud su impacto futuro. Entre filosas grietas y amplias zanjas logró cruzar la pequeña pero intrincada colina. Tenía que esquivar la seguridad que ofrecían los protectores a cada lado de la zona; para ello el camuflaje fue el arma perfecta. El sudor acompañaba sus suaves y rápidos pasos para seguir acercándose a su presa. Por un instante, una aguerrida pelea de perros casi pone fin a la aventura en curso. Para no desgastar sus energías y no desviar sus planes, prefirió no atacar y esperar a que cesara el intercambio de colmillos.

De las cuarenta y cinco bestias de acero enfiladas en la extensa planicie, escogió aquélla, inmóvil, arrinconada, aislada, menospreciada. Con suma cautela y calculando todo milimétricamente, fue poco a poco estudiando la mejor forma de abordarla y domarla para cumplir su cometido. Con cinco toneladas de peso, era un ejemplar imponente. Reunía un poder absoluto en su interior, capaz de destruir a un pueblo entero cuando desataba toda su furia. El sigilo requirió de al menos tres minutos muy bien utilizados. La tempestad seguía avanzando, amenazando la tranquilidad presente, acentuando la oscuridad con una voracidad desmedida. Ya en el momento preciso, sin perder más tiempo, quedaron cara a cara, dos corporalidades de proporciones desiguales compartiendo un mismo espacio. Distintos orígenes. Un mismo destino.

En 1.987 Gregorio pisa por primera vez la ciudad de Carora, una geografía árida, calurosa, gobernada por chivos, paraulatas y venados, cubierta por esqueléticos árboles, con espinas de todas las formas posibles. Iniciaba una nueva etapa de su vida llena de aventuras y tropiezos, típicos de un muchacho de diez años. Vivía en una residencia anexa al fuerte militar, hacia las afueras de la ciudad. El mayor tiempo lo pasaba allí. Veinte casas, distribuidas de manera irregular sin describir ninguna geometría conocida, a través de un plano inclinado y bordeado por una calle que le daba la vuelta. El terreno desgastado por la fuerte erosión alternaba con diversos espacios abiertos y vegetación propia de la zona.

Durante las mañanas asistía al colegio. En las tardes dedicaba los primeros minutos en hacer las tareas formativas, para luego emprender las más creativas y variadas travesuras juveniles; desde las más dóciles como jugar fútbol y recorrer el entorno, hasta las más violentas como una buena guerra de piedras sin reglas concretas. Como todo un “Indiana Jones junior”, trozos de madera, cuerdas, piedras y rocas, eran suficientes para construir verdaderas fortalezas, estructuras multifuncionales donde compartía innumerables juegos. Su alma de explorador lo impulsaba a entrar en contacto directo con la fauna y flora silvestre. Ramas llenas de espinas servían para buscar y domesticar escorpiones, iguanas, serpientes desérticas. En una ocasión, una criatura ofídica de pequeña envergadura, tenía una abultada protuberancia a la mitad de su delgado cuerpo. La cual fue sacrificada e investigada a través de una ciencia rudimentaria, para descubrir que su interior escondía una recién ingerida rana verde de tonos brillantes.

Manejar bicicleta también era una actividad muy emocionante, con sus cauchos pintados de radiantes colores, con un vaso de plástico entre los rayos y el cuadro produciendo un característico ruido motorizado. Los constantes aguaceros teñían el cielo de un negro profundo, ocultando los vivos colores de los populares atardeceres larenses, aumentaban la adrenalina provocada por una conducción extrema, entre fango, colinas y curvas peligrosas. Rodillas, canillas y codos ensangrentados eran muy frecuentes en esta riesgosa travesía.

Pasaba el tiempo y el ambiente seguía ofreciendo alternativas dignas de ser aprovechadas por un joven hambriento de aventuras. Una diminuta puerta metálica, casi imperceptible por miradas distraídas, permitía un acceso al fuerte militar; un batallón de infantería mecanizada y un batallón de blindados. Instalaciones repletas de nuevas y muy atractivas opciones para deleitar a Gregorio y a cualquier otro niño de su edad, con una curiosidad interminable. Armas de distintos calibres, vehículos “todo-terreno”, artefactos de defensa, entre otros. Lo primero en aparecer eran las oficinas administrativas, rigurosamente ordenadas según funciones y grados oficiales, ubicadas en espacios de una sola planta. Seguidamente, estaba el área social, casino y comedor. Lo más divertido venía más adelante, los carros blindados. Dado su propósito original, estos vehículos poseían un mecanismo de encendido extremadamente sencillo, práctico y rápido de activar, para poder alistarse con prontitud en casos de emergencia que fuera requerida su presencia. Esta facilidad hacía mucho más tentador desafiar la autoridad más exigente. Corpulentas máquinas de guerra, mortíferas por su objetivo bélico, pero a sus ojos era un campo de experimentación con juguetes de verdad, un sueño hecho realidad, la tentación perfecta para retar sus instintos. Aquella tarde lluviosa, combatiendo el miedo natural que se respiraba en el aire, decidió abordar una de ellas. Al accionar el rupestre encendido, escuchó el rugido de su motor. Manipuló las manivelas que hacían girar la torreta del cañón, apuntando a blancos enemigos. Difícil se puso la situación, cuando los militares de guardia se percataron de lo que estaba sucediendo. ¡Alarmas retumbando! ¡Reflectores alumbrando! ¡Botas al trote rodeando toda la cuadra! ¡Nervios, angustia y mucho sudor!